Pedro Pablo Doña
Amanecía una mañana normal sobre Ucrania. Ese 23 de febrero, la gente iba a su puesto de trabajo y Kiev, como ajetreada capital, empezaba un día normal. Como así tendrían que haber sido los demás. Nadie pensaba que esa madrugada lo que haría saltar de las camas sería el sonido de las alarmas antiaéreas y no la de un despertador.
Tras ese sonido, el de las bombas, los días que sucedieron, se hizo el terror, el miedo, la devastación y el fin de la vida de un país. Ante el avance del ejército ruso, de sus armas y de su invasión, maleta en mano, miles de ucranianos, miles de familias, huían como podían de un lugar que se les ha arrebatado.
Son ya más de un millón trescientas mil las personas que han dejado sus casas, ahora hechas escombros, para comenzar otra vida alejados de su tierra. Los más pequeños, que tardarán un tiempo en darse cuenta de lo que esto significa, abrazan sus juguetes a la espera de poder dejarlos, como siempre hacían, en su habitación.
Son 10 días de pánico los que el mundo entero cumple. 10 días de tristeza que se alargarán en el tiempo sin fecha de un final. Tampoco censan los abrazos y las lágrimas en las fronteras. Y sin ellas, las protestas para que el horror cese avanzan con firmeza por todo mundo. 10 días ya que duelen y pesan.
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